La medicina y la cirugía. Su vínculo a lo largo del tiempo

La medicina y la cirugía. Su vínculo a lo largo del tiempo

Martha E. Rodríguez-Pérez

Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina, Facultad de Medicina, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México

*Correspondencia: Martha E. Rodríguez-Pérez. Email: martha.eugenia.rp@gmail.com

Fecha de recepción: 22-02-2022

Fecha de aceptación: 01-03-2023

DOI: 10.24875/AMH.M23000012

Disponible en internet: 15-05-2023

An Med ABC 2023;68(1):63-66

Resumen

La medicina y la cirugía no siempre han tenido el mismo estatus profesional y social. En el devenir histórico estas dos disciplinas han permanecido distantes entre sí y en ocasiones, en competencia una con la otra. Se llegó a pensar que la medicina era una ciencia intelectual, tenida en alta estima, mientras que la cirugía era algo artesanal, puesto que «trabajan con las manos» y, por tanto, subestimada. Se presentan casos de diferentes etapas de la historia, desde la Grecia clásica hasta principios del siglo xix, donde se aprecia el estado de una y otra, su evolución y finalmente el posicionamiento de la cirugía al mismo nivel en que estaba la medicina.

Palabras clave:  Medicina. Cirugía. Estatus profesional.

Contenido

Id previo:  12

A pesar de que la cirugía es una especialidad de la medicina, en el devenir histórico no siempre se ha visualizado así. En ciertas épocas la medicina y la cirugía se han entendido como dos disciplinas independientes entre sí, que incluso han llegado a competir una con la otra. Hubo que esperar hasta el arribo del siglo xix para que la medicina y la cirugía se unieran y esta última llegara a su cúspide, gracias a que pudo vencer los problemas que enfrentó por largo tiempo, el dolor y la infección, controlados con el advenimiento de la anestesia, la asepsia y la antisepsia.

En ese acontecer histórico, la medicina se ha mostrado como una disciplina compleja, que enmarca muchos aspectos que deben ser tomados en cuenta para alcanzar su objetivo más preciso, hacer un diagnóstico clínico, el cual permitirá mejorar o recobrar la salud del paciente. Entre esos aspectos, debe tener presente el concepto de enfermedad que tiene el paciente y el especialista de la salud, a fin de proceder a una terapéutica que esté en consonancia con una determinada cultura.

Por su parte, la cirugía tiene como objetivo particular obtener prontos resultados. Por lo regular, se enfrenta a un problema grave que resuelve rápido, aplicando el factor costo/beneficio, en tanto que la medicina puede alcanzar óptimos resultados mediante una evolución paulatina del paciente, en la que este puede, incluso, permanecer en su domicilio. En suma, si bien es cierto que la medicina y la cirugía trabajan para lograr la salud del paciente, una de sus diferencias está, como se ha denominado en la historia, en su área de trabajo, padecimientos «internos» o enfermedades «externas», donde el factor tiempo es de gran valía.

En las siguientes líneas se presentan algunos ejemplos de diferentes culturas respecto al valor que se daba a la medicina y a la cirugía, en ciertos casos esta última subestimada, puesto que fue común la creencia de que el médico aplicaba su intelecto, mientras que el cirujano solo trabajaba con las manos atendiendo un traumatismo. Llegó a haber quejas de que unos y otros se inmiscuían en los asuntos que no les correspondían. Por lo mismo, los instrumentos de trabajo utilizados por el médico y por el cirujano, desde luego, no han sido los mismos. El Dr. Gregorio Marañón (1887-1960), precursor de la endocrinología, afirmaba que «el gran invento tecnológico médico fue la silla donde se sentaba el médico a escuchar a su paciente, además de buscar los signos en el examen físico»1. Por su parte, el cirujano echó mano del instrumental punzocortante, bisturíes, sierras, navajas y agujas, entre otros, que, de no ser lavados, enmohecían pronto.

Remontándonos a la Grecia clásica, Hipócrates, la figura más representativa de aquel entonces, concentró su saber en la medicina propiamente dicha y su gran legado consiste en enseñar a hacer la historia clínica. Ante el proceso de diagnóstico y pronóstico, el médico tenía que saber si el paciente estaba realmente enfermo o no; debía examinar el rostro del enfermo y compararlo con el de una persona sana («pronósticos») y discriminar si el desorden contemplado era mortal o incurable, porque en tal caso, su deber sería abstenerse de intervenir2.

El médico griego solo atendía las enfermedades que no eran mortales, ayudando a las fuerzas de la naturaleza, que son las que podían restituir la salud del paciente. El médico coadyubaba con una dieta en el amplio sentido de la palabra, buena alimentación, ejercicio, sueño adecuado, baños y masajes. Asimismo, recurría a la administración de plantas medicinales, a manera de purgantes, eméticos o diuréticos, entre otros, con el propósito de evacuar los humores acumulados. En síntesis, para Hipócrates la propia naturaleza del enfermo era la que curaba la enfermedad; por tanto, el arte consistía en permitir que la naturaleza tomara su curso, sin interponerse en su acción, por eso la fiebre siempre sería tema de discusión3.

Para los griegos, el fundamento de su actividad profesional, así como el reconocimiento social, que era algo muy importante, consistía en diagnosticar correctamente una enfermedad y establecer su pronóstico4.

Así, el mayor legado de la medicina griega está, como ya se apuntó, en la clínica hipocrática, en la que el médico exploraba la realidad del paciente enfermo, entablando un diálogo con él, haciendo una exploración sensorial y aplicando el razonamiento.

Para Hipócrates, la práctica quirúrgica se dejó como último recurso, siendo fundamentalmente restauradora, para casos de heridas y fracturas, como queda señalado en los libros Sobre las fracturas y Sobre las articulaciones, y evacuante, ante abscesos y empiemas5.

En otro escenario, Galeno (129-216 d.C.), la figura distintiva de la medicina grecorromana, rescató el legado de Hipócrates, señalando que para establecer un tratamiento se debía tomar en cuenta el carácter de la enfermedad, es decir, qué alteraciones humorales la producían. El trabajo quirúrgico que más se menciona en la medicina galénica es el tratamiento de las heridas, el practicado a los gladiadores en los coliseos, así como el de fracturas y luxaciones, usando las maniobras de tracción y contratracción hasta regresar el hueso a su sitio. Trataban quirúrgicamente la gangrena de un miembro, entendida como acumulación de bilis negra, que requería la amputación; sin embargo la intervención más practicada fue la flebotomía para extraer un poco del humor que estuviera en exceso y, por tanto, causando la enfermedad.

La atención quirúrgica la realizaba el propio médico y en ocasiones sus ayudantes o técnicos sin formación académica, que pueden considerarse los antecesores de los posteriores barbero-cirujanos.

En la Europa medieval surgió un distanciamiento social y profesional entre la medicina y la cirugía, como dirían Lyons y Petrucelli, hubo «un académico desdén por la cirugía» y los especialistas de la salud definieron bien sus tareas; el médico ejerció su profesión, enfocado hacia los estratos sociales altos, en tanto que las figuras del barbero-cirujano y del sacamuelas se dirigieron hacia las clases populares. Con la expansión de las ciudades en los siglos xii y xiii, creció el número de boticas, convertidas también en espacios para organizar tertulias, obviamente entre boticarios y médicos, pero también entre estos y sus pacientes.

En las crecientes urbes se agruparon las personas que desempeñaban el mismo servicio, con el fin de apoyarse unos a otros; se unieron en oficios por la similitud de su instrumental, más que por la intención con que este era utilizado. Los barberos (afeitaban y rasuraban con navaja o tijera y extraían muelas) se unieron a los gremios de cirujanos (componían huesos, curaban heridas, drenaban abscesos y realizaban punciones), y los médicos admitieron a los boticarios y a los artistas, particularmente los pintores, que tenían en común la mezcla de polvos, agua, aceites o huevo para hacer compuestos, fueran medicamentos o bien pigmentos. Y esta asociación de médicos y artistas alcanzó tal consolidación que impulsó el avance del conocimiento de la anatomía humana al iniciar el Renacimiento. Este distanciamiento entre médicos y cirujanos formados empíricamente se evidencia en la ilustración del gran anatomista Mondino de Luzzi (1493), profesor de la Universidad de Bolonia, donde mientras él impartía clase, un asistente realizaba la disección en presencia de los estudiantes6 (Fig. 1).

Figura 1. Universidad de Bolonia. Mondino de Luzzi (1270-1326) imparte clase y el asistente realiza disección (tomado de Lyons A et al., 1984).

Durante la Edad Media el término «médico» se refería a los que tenían una formación académica y una posición social alta. Ante un paciente con una enfermedad grave, los médicos acostumbraban reunirse a dilucidar el asunto entre varios colegas, a fin de proporcionar una opinión a los familiares del enfermo, y en escasas ocasiones se acudía a ellos para que aplicaran directamente lo que hubieran sugerido. Nos dicen Lyons y Pretucelli que, en parte, tal situación se debía a la herencia de la antigüedad clásica en la que el trabajo manual se entendía como inferior al intelectual7.

Por lo general, los cirujanos trataban las alteraciones que se hacían evidentes, entre ellas las heridas. Fácilmente se recurría a la amputación; continuó la práctica árabe de cauterizar en vez de ligar. Las sangrías, necesarias para corregir el desequilibrio de los humores, eran aconsejadas por los médicos, pero practicadas por los cirujanos.

Cuando la Edad Media llegó a su fin, en el siglo xv, ya se habían fundado algunas universidades europeas con sus respectivas facultades de medicina, como las de Padua y Bolonia. Los cirujanos se separaron en dos ramas, unos con cierta formación académica, ya que cursaban algunas asignaturas de la carrera médica, impartidas en latín, en el interior de las universidades, de ahí que se conocieran como «verdaderos cirujanos» o «cirujanos latinos», y otros que aprendían de manera empírica en el ambiente callejero, conocidos como «cirujanos romancistas».

Los cirujanos latinos practicaban operaciones mayores, sutura de perforaciones intestinales o extracción de tumores, por ejemplo. Los cirujanos romancistas o cirujanos barberos atendían las heridas, realizaban sangrías, aplicaban ventosas, reducían fracturas y dislocaciones, trataban úlceras externas y extraían dientes.

Con esa apertura de los estudios universitarios se reafirmó el estatus de las profesiones de la salud. La medicina fue una actividad científica, mientras que la cirugía una actividad técnica, puesto que era «el arte de curar con las manos»; sin embargo, tras acumular experiencia, hubo cirujanos barberos muy eficaces, como Ambrosio Paré (1510-1590), quien inició su formación como aprendiz de barbero en un pequeño pueblo francés y después se trasladó a París, donde se incorporó como cirujano barbero en el Hôtel Dieu. Revolucionó el tratamiento de las heridas de guerra por armas de fuego, aplicando un tratamiento menos cruento que el que se estilaba, sustituyó el aceite hirviendo por una mezcla de hierbas. Asimismo, una gran innovación de Paré fue la ligadura de las arterias para evitar la hemorragia y recurrió a la amputación de miembros como técnica curativa, aplicando el principio del mal menor contra el mal mayor. Su principal obra fue Cirugía universal (1561), escrita en francés, en vez de latín, que era el lenguaje de la élite culta, lo que permitió una mayor difusión8.

Mientras la medicina progresaba, particularmente en los campos de la anatomía, la fisiología y la anatomía patológica, la cirugía seguía limitada por el dolor operatorio y la infección postoperatoria. Era imposible que progresaran de manera paralela. Hubo que esperar al siglo xix a que se introdujera la anestesia al campo operatorio. Entre los progresos de la medicina sobresalen los del médico flamenco Andrés Vesalio (1514-1564), quien tras múltiples disecciones dio a conocer cómo era realmente la anatomía humana en su obra De humani corporis fabrica (1543); el del médico inglés William Harvey (1578-1657), quien descubrió la circulación mayor de la sangre y difundió el hecho por medio del libro Exercitatio Anatomica de Motu Cordis et Sanguinis in Animalibus (Del movimiento del corazón y de la sangre de los animales) (1628), y el del médico italiano Giovanni Battista Morgagni (1682-1771), autor de De sedibus et causis morborum per anatomen indagatis (De la causa y sede de la enfermedad indagada por anatomía) (1761), con quien la medicina empezó a localizar las causas de las enfermedades en las alteraciones de los órganos, de acuerdo con los resultados que arrojaban las autopsias.

Este esquema de distanciamiento entre médicos y cirujanos alcanzó la segunda mitad del siglo xviii, cuando se planteaba la necesidad de elevar el rango quirúrgico, de institucionalizar su enseñanza e incluso de unir las dos disciplinas que desde siempre habían sido complementarias. En España, por ejemplo, con la política de modernización de los Borbones, que permitió la difusión de ideas y circulación del conocimiento, se crearon los reales colegios de cirugía, el de San Fernando de Cádiz (1748), el de Barcelona (1760) y el de Madrid (1774). Fue tal el prestigio alcanzado por el Colegio de Cádiz, que en 1757 le fue autorizado expedir el grado de bachiller en medicina, equiparándose a cualquier universidad española y en sus ordenanzas de 1791 la institución aparece como Real Colegio de Medicina y Cirugía9.

Este interés por el saber se reflejó en las posesiones ultramarinas de España, como sucedió en el virreinato novohispano que estableció un colegio quirúrgico en 1768. Sin embargo, en el discurso popular continuaban las jerarquías y divisiones entre especialistas, como lo señala el escritor Joaquín Fernández de Lizardi en su obra El Periquillo Sarniento (1816), quien escribe:

«… en mi tierra se parten los médicos o se divide la medicina en muchas ramas. Los que curan las enfermedades exteriores, como úlceras, fracturas o heridas se llaman cirujanos. Y estos no pueden curar otras enfermedades sin incurrir en el enojo de los médicos o sin granjear su disimulo. Los que curan las enfermedades internas, como fiebres, pleuresías, anasarcas, etcétera, se llaman médicos; son más estimados porque obran más a tientas que los cirujanos y se premia su labor con títulos honoríficos literarios como de bachilleres y doctores»10.

Fue hasta los primeros años del México independiente, en 1833, cuando se unificó la enseñanza de la medicina y la cirugía en una sola carrera, la de médico cirujano.

En síntesis, tras el paso del tiempo se llegó a comprender en el siglo xix que la medicina y la cirugía son inseparables, que corren y progresan de manera para-
lela en beneficio del paciente, de ahí que se alcanzara su profesionalización.

Bibliografía

1. de Iracheta C. “La silla” del Dr. Gregorio Marañón (1887-1960) [Internet]. Carlos de Iracheta; 18 de mayo de 2017. Disponible en: https://www.carlosdeiracheta.com/la-silla-del-dr-gregorio-maranon-1887-1970

2. Laín Entralgo P. Historia de la medicina. Barcelona: Salvat Editores; 1982.

3. Guerra F. Historia de la medicina. Madrid: Ediciones Norma-Capitel; 2007.

4. Hipócrates. Juramento hipocrático. En: Hipócrates. Tratados hipocráticos. Vol. I. Traducción García Gual C. Madrid: Editorial Gredos; 1990.

5. Laín Entralgo P. Historia Universal de la medicina. Barcelona: Salvat Editores; 1972.

6. Petrucelli R.J., El nacimiento de las universidades. En:Lyons A, Petrucelli RJ. Historia de la Medicina. Barcelona: Ediciones Doyma; 1984. p. 319–335.

7. Petrucelli R.J., La Edad Media. En:Lyons A, Petrucelli RJ. Historia de la Medicina. Barcelona: Ediciones Doyma; 1984. p. 337–365.

8. López Piñero JM. La medicina en la historia. Barcelona: Aula Abierta Salvat; 1985.

9. Ramírez Ortega V. El Real Colegio de Cirugía de Nueva España, 1768-1833. México: Instituto de Investigaciones Sociales, Facultad de Medicina, Universidad Nacional Autónoma de México; 2010.

10. Fernández de Lizardi JJ. El periquillo sarniento. México: Universidad Nacional Autónoma de México; 1982.